Me resisto a ser parte de un mundo que considera débil a la gente amable". Keanu Reeves
Me resisto a ser parte de un mundo que considera débil a la gente amable". Keanu Reeves
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar acerca de un superpoder humano que ha sido despreciado a lo largo de toda la historia, pero hoy, con más énfasis, puesto que vivimos en un mundo cada vez más competitivo y egoísta que considera a la bondad como una señal de debilidad extrema. No es casual que esta visión contraste radicalmente con las enseñanzas de la tradición filosófica y religiosa, que a menuda han celebrado la bondad como una de las virtudes esenciales. La frase de Keanu plantea una crítica que merece una reflexión profunda y necesaria
San Agustín de Hipona (354-430) en su obra monumental "Ciudad de Dios" (426), realiza una diferenciación entre la "ciudad terrena" y la "ciudad celestial", presentando a la primera como una sociedad dominada por el amor propio, la mezquindad y el orgullo, mientras que la segunda está fundamentada en el amor a un ser trascendente, Dios, y al prójimo por igual. Es que para San Agustín, la verdadera fortaleza de la humanidad reside en la humildad y en la caridad, virtudes que son constantemente malinterpretadas como debilidades en esta ciudad posmo-terrenal.
Concretamente, el santo de Hipona expresa que "el bien es la causa de la buena voluntad; el mal, de la mala voluntad; y que una y otra obra depende de la intención del que obra, la cual se sigue de la voluntad", destacando cómo la bondad, lejos de ser una debilidad, es la manifestación explícita de una voluntad orientada al bien, una fortaleza que trasciende los intereses personales y egoístas.
Bien sabemos que en la sociedad contemporánea, influenciada por el individualismo extremos y el materialismo hueco, la bondad a menudo es considerada como una vulnerabilidad de los "giles". Ser bondadoso implica, en muchos casos, exponer nuestras emociones, haciéndonos ver vulnerables y actuando desinteresadamente, lo cual puede ser percibido como una falta de astucia en un entorno mediocre que sólo valora la competitividad y la auto-preservación por encima de todo.
Un claro ejemplo filosófico de los paladines de la moral contemporánea es Friedrich Nietzsche (1844-1900), quien en su crítica a la moral cristiana ve la compasión y la bondad como claros signos de debilidad. Particularmente en su obra "Genealogía de la moral" (1887) sostiene que las virtudes cristianas son una forma de "resentimiento" de los débiles hacia los fuertes, habilitándonos este contraste con la versión agustiniana ya que nos permite explorar cómo los valores van siendo reinterpretados a lo largo del tiempo, al punto de ser algunos considerados una virtud fundamental hasta llegar a ser un supuesto defecto, en un mundo que idolatra la fuerza y el poder. Así estamos, gracias Friedrich.
Aun así, como bien saben amigos míos, filosofar no es sólo criticar y llorisquear por lo que está mal, por lo cual procedamos a reflexionar sobre la posibilidad de la resistencia necesaria a ser parte de un mundo que desprecia los gestos bondadosos. Esta resistencia es, en sí misma, un acto de fortaleza moral individual y social justamente porque la bondad auténtica no busca ningún tipo de reconocimiento ni retribución, sino que es una expresión del verdadero carácter humano, como sostiene Agustín en la "ciudad celestial", donde la justicia, la paz y el amor al prójimo son los valores supremos (fuerte es el bueno que sufre, no el tonto que hace sufrir a los demás).
Por su parte, el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855) también abordó esta paradoja moral, particularmente en su obra emblemática "Temor y temblor" (1843), donde explora la idea de la fe como una "fuerza de la debilidad". Sí, así es, una fuerza, de la debilidad, ¿se entiende? A ver, según Kierkegaard, "la grandeza de la vida no se mide por la ausencia de pruebas y tribulaciones, sino por la capacidad de enfrentarlas con fe y amor" (Kierkegaard, 1843/1983). Vista así, la bondad se revela como una clara forma de resistencia ante un mundo que busca permanentemente deshumanizarnos y despojarnos de nuestras virtudes más elevadas. Ahora bien, seguramente usted se preguntará ¿por qué?, ¿qué necesidad tienen los seres humanos de someterse los unos a los otros en esta dialéctica despiadada de la crueldad?
La respuesta a esta cuestión es bastante complicada y no la vamos a resolver en un artículo de un periódico. Pero al menos, tratemos de encontrar atisbos de claridad en la comprensión mediante el análisis de la naturaleza humana y la estructura social que ha "evolucionado" a lo largo de la historia. Según San Agustín, la raíz de esta tendencia destructiva se encuentra en el primado de la maldad, la gobernanza misma de la ciudad terrena, donde el abunda el egocentrismo y el deseo de dominación por sobre el amor a Dios (o la idea de Bien pura) y a nuestro prójimo. En la "Ciudad de Dios", Agustín sostuvo que la humanidad, tras la Caída, se ha alejado de su propósito original, sumergiéndose en un estado de desorden y pecado que se manifiesta en la lucha constante por el poder, la dominación y el control, lo que nos lleva a la deshumanización y la crueldad.
"El pecado de los hombres consiste en el hecho de que, por su propia voluntad, abandonan al que es el bien sumo y eterno, y, despreciando la luz interior de la verdad, se apegan a los bienes temporales y perecederos" (San Agustín, 2001, página 215)
Evidentemente, este apego a lo efímero y temporal genera una competición feroz, donde la bondad es vista como una debilidad que no encaja en el paradigma de la supervivencia y el éxito material e individual. La dialéctica de la maldad no es otra cosa que la voluntad de poder puesta como fuerza motriz detrás de todas nuestras acciones, fuerza que puede manifestarse de manera constructiva o destructiva. Como Nietzsche, si consideramos que la bondad es un freno artificial a esta voluntad de poder, o una limitación que los "espíritus fuertes" buscan superar para conseguir sus objetivos mediante la crueldad y la dominación, entonces entenderemos un poco más la lógica moral de nuestros días.
Sin embargo, esa interpretación nietzscheana colisiona de frente con la agustiniana, que nos dejó bien claro que la verdadera fuerza, que no radica en el sometimiento de otros, sino en el dominio de uno mismo a través de la virtud, deja a la crueldad en una situación de debilidad espiritual: en criollo, amigos míos, no se confundan, quienes se muestran como mandamases en un mundo violento no son más que débiles esclavos, inseguros y mediocres servidores del temor que les produce acercarse un poquito a la luz del amor verdadero. La exaltación del proceder de estos cobardes ha logrado que la humanidad haya perdido el sentido de su verdadero propósito y que, en su desesperación, intenten llenar ese vacío mediante la violencia y la opresión, ya que no pueden ser respetados por lo que son, se hacen respetar por temor (pero bien sabemos que ese tipo de respeto, tiene vencimiento, como el yogurt).
En este contexto teórico, la bondad emerge ciertamente como una forma de resistencia, precisamente porque se opone a esta lógica mediocre de la crueldad, disipada y promocionada como medio para tener una vida exitosa. Pues no, queridos, no, puesto que la persona bondadosa, lejos de ser débil, lleva consigo una fortaleza superior que rechaza la tentación de dominar y someter a los demás, eligiendo en su lugar el camino más difícil, pero a la vez más dulce, a saber, el de la compasión y la empatía. Es, en esta resistencia, donde encontraremos la verdadera libertad, una libertad que no consiste en la capacidad de hacer lo que se nos cante, sino en la capacidad de elegir correctamente el bien en medio del mal, de construir una vida digna en un mundo que parece haberse olvidado de su vocación más noble, a saber, la capacidad de amar como capacidad de transformación que logra los cambios necesarios mediante el desafío de las estructuras de poder que perpetúan la deshumanización.
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